lunes, 22 de febrero de 2016

Los unos y los otros

.


Uno que abandona el camino
del bien, por cansancio de
bondad, y se pasa al otro
lado.

Otro que se asoma a una
oscuridad impenetrable y
siente miedo.

Uno que se pierde en un
rebaño blanco, blanco.

Un hilo dorado, fino y
suave, que se rompe.

Una que se arroja a un
torrente caudaloso y es
arrastrada
por sus aguas.

Otra que reniega de sí.

Una que sufre silenciosamente
y sin embargo sonríe.

Un hilo, dorado,
fino
y suave que
se rompe.

Un hilo enredado.
Un ovillo hecho rastas.


.

sábado, 15 de agosto de 2015

Tres

.

1-
¡Oh! El tremendo, maldito, poema
venía entero de color azul sin matices.
Rodeado de piedras deformes, venía.
Me lo inoculaban en las venas desde
unos depósitos del cielo. No sé
si yo quería tal arbitrio, tal osadía
entera, sobre mí, pero no opuse resistencia.

El tremendo, maldito poema, ¡oh!
fue creciendo en mi interior. Como
un árbol bendecido o una magdalena
en el horno. Se fue abriendo paso
entre mis pulmones y tomó mi voz.
¡Horror! Miedo grande, graznidos,
cerezas saliéndome por la boca, y los
cuervos, que volaban con ellas en el pico,
y yo, sin poder parar, sin poder dejar; sin poder.

2- (Para siempre).
Bajé planeando a la hoja en blanco
y me quedé atrapada en ella, creo,
que para siempre. Sin poder salirme
de la tinta negra, a veces azul,
que formaba líneas discontinuas,
mares embravecidos, carreteras nocturnas.
Solo podía escribir un poema infame,
desastroso, astrado, olvidado por todos,
quizá recuperado por mí, pero no
para mí. ¿Para quién? -gritó uno
que vive en mis vísceras. No lo sé- atiné
a decir. Y en ese momento supe que
me había curado del miedo, para siempre.

3-
Créeme: He roído tus palabras, he escuchado
lo que ocultaban, he desandado lo oído
hasta sentir mi propio talento, latiendo
dentro de mi corazón. Desde ahí te ví
en la lejanía, dando vueltas sobre tu
propio fuego, hablando desde tu
ombligo, sin entenderte, sin amarte,
sin saberte, pero hiriendo sin querer.
Me desentendí de tu abrazo insípido:
sigue habiendo lugar para tí en mi
alma; pero en mi vida, no lo sé.

.

lunes, 27 de julio de 2015

A veces, todo esto es mucho para mí.

 .

Mis amigas y yo estamos de sobremesa. Me gusta verlas, escucharlas; son tan diferentes entre sí; y yo también lo soy de todas ellas (a veces creo que hasta de mí misma). Mi abuela y mi tía escuchan sentadas en el sofá. Mi abuela teje; siempre la veo tejiendo; las gafas puestas, un poco inclinada sobre la labor, se sonríe mientras escucha las exageraciones de Carmen. Mi tía abuela podría estar leyendo, sin embargo mira embelesada la escena de la mesa - libro sobre el regazo, expresión atónita y feliz-. Hace un rato, tanto una como la otra, han estado mirando con detenimiento los cabellos rojos de Juana: no pueden creer que ese sea su color natural. Las vi calibrando sus pecas, el brillo de sus ojos, hasta que Juana instintivamente miró hacia uno y otro costado comentando que sentía una corriente de aire frío. Revoleé la mirada en dirección de mis abuelas mostrándoles el sofá y, curiosamente obedientes se sentaron a tejer y a leer, atentas a las risas y conversaciones de todas nosotras. Se sienten felices: les encantan las fiestas, comidas, y cenas, formales, informales, bulliiciosas en todo caso.

Silvia, después de la quinta copa de vino comenzó a contarnos sus problemas de pareja. A ratos, Manuela le pedía detalles morbosos. Mi abuela ya no levantaba la vista de su tejido; pero mi tía abría los ojos como platos y no se perdía nada de toda la información. A mí me turbaban un poco, tanto los lugares escabrosos de la relación de mi amiga, como la intensa atención de mis dos abuelas. Bueno, después de todo las siete somos mujeres -me digo, mientras me sirvo la séptima copa de tinto-.

Total, ese día nos empedamos las cinco y tuvimos que dormir una siesta. Cuando nos despertamos, sobre las nueve de la noche, nos servimos la cena, nos acabamos dos botellas de vino, nos duchamos, nos vestimos esmeradamente y nos fuimos de juerga.



Volví a las once de la mañana. Mi abuela me esperaba con cara de pocos amigos. Como yo estaba muy cansada (y todavía bajo los efectos de drogas blandas) la mandé a cagar y me acosté a dormir. La muy jodida me atosigó en sueños: me dió un sermón asqueroso, no me dejó en paz. Me desperté dos horas después, con una resaca amarilla y muchas ganas de café. Me preparé una cafetera, la bebí y me estiré en el sofá. Entonces me dí cuenta de que estaba sola. Increíble. No podía creerlo. Me sentí relajada, contenta. Tan contenta que decidí poner una peli en el vídeo. Elegí “Orgullo y prejuicio”; me preparé unas palomitas de maíz y miré toda la película sintiéndome el ser más feliz y agradecido del mundo.

Esa noche no volvieron. Mi abuelo pasó a verme un rato; pero sus visitas son tranquilas, breves. Se fue al anochecer. Me dí una ducha, me preparé para irme a cenar con Paul y sus amigos y súbitamente me sentí cansada, extraña. Me quedé mirando mi casa, vieja, hermosa, solitaria, perdida en un jardín enorme, y decidí que me quedaba. Me quité la ropa de calle, cogí los lápices. Comencé a dibujar y a escribir.

Mi abuela, a mi lado, siempre tejiendo, me dijo:
-Esa historia es muy bonita.
-¿La que acabo de escribir?
-Bueno, me refiero a “Orgullo y prejuicio”.
-¿Entonces estabas aquí?
-No. Casi, no. Pero al principio, un poco, sí. Después me fui.
-¿Estabas enojada conmigo?
-Un poco... No me gusta que te drogues.
-Abuela, lo hago una vez cada mil siglos... y tengo treinta y cinco años.
-Por eso mismo me gustaría que te cuidaras. La vida es larga y hay que prepararse para los acontecimientos trascendentes: el amor, la maternidad, la vejez, la muerte...
-No sé qué decirte... A veces, todo esto es mucho para mí.
-Lo entiendo -me lo dijo con una dulzura infinita (o eterna)-, por eso nos fuimos: necesitas estar mucho más rato sola.
-¿Y la tía? ¿Dónde está?
-Buscando un nuevo libro.



Me quedé tranquila, dibujando y escribiendo hasta tarde. La abuela estuvo un rato tejiendo a mi lado, después se fue.

A la madrugada salí a dar un paseo por el jardín. Una noche maravillosa, estrellada. Verano en la ciudad; y a estas horas, en este barrio de grandes casas viejas y ajardinadas, el silencio se condensa. Caminé entre las hortensias y las enredaderas. Debajo de una farola, sentada en un banco, mi tía leía y fumaba. Nunca perdió la costumbre de fumar. Me gustó verla. Me senté a su lado.

-¿Qué lees? -le pregunté.
-Heráclito -me dijo sin dejar de leer.
¡Cuánto tiempo sin Heráclito! -pensé.

Me perdí un rato mirando el cielo mientras ella leía y fumaba su inacabable cigarro. Pasamos así mucho rato. Le pregunté:

-¿Tú conoces a Heráclito?
-Claro, lo leo. Me gusta.
-Pero, ¿lo conoces en persona?

Dejó de leer, me miró divertida, sonrió.

-¡Qué pregunta más curiosa! -dijo y lanzó una carcajada.

Y los perros del barrio se despertaron y ladraron todos juntos, durante mucho rato.


.

sábado, 13 de junio de 2015

Jardín

 .


Tengo catorce años. Vivo en la casa de mis padres, con ellos, mis dos hermanos y mi abuela. Mi habitación es pequeña y está encima del garage: es un altillo estrecho con una ventana grande que da a la calle y un desnivel de dos escalones que lleva a un armario chico. Son las vacaciones de verano y me estoy dedicando a leer. Ya he leído “Guerra y Paz”, “Rojo y Negro”, “Papá Goriot”, y estoy leyendo el teatro completo de William Shakespeare. Antes de comenzar las vacaciones me dediqué a devorar a Dostoiewsky por primera vez: todo un hallazgo. “Los hermanos Karamazov” me enfebrecieron. Me siento mayor, crecida desde algo amorfo, después de tanta lectura. Nadie me pide que deje de leer. Solo mi madre se preocupa por mí, si a las cuatro de la mañana, descubre que tengo encendida la luz de la habitación. Llega hasta donde estoy, se enfada; me apaga la luz, me saca el libro, lo cierra. Se va. Me quedo en la cama intentando dormir pero no me resulta fácil: el vicio de la lectura es feroz. Finalmente, no sé bien en qué momento, logro dormirme.

Mi vida en estos tiempos, transcurre durante horas, en este cuarto. Leo, pienso, reflexiono, siento. Seguramente estoy necesitando que alguien acompañe mi andadura como lectora; sentirme menos sola en un mundo que está creciendo tanto para mí. Me frecuenta un miedo a lo intangible, en este tiempo mío.

A veces viene a buscarme alguna amiga y salimos a pasear. Vamos al parque o a la casa de ella; tomamos mate y nos reímos de nuestras cosas. También, afortunadamente, a veces voy a jugar vóley a la plaza de deportes, o a la calle tranquila donde viven unos buenos amigos. Necesito salir de mi universo de letras, poco rato, pero necesario para airear ideas, digerirlas, entender el mundo desde lo corporal, atravesar el tiempo y llegar a éste en el que transcurre mi curiosa, extraña, adolescencia.Estoy cambiando: cierto romanticismo idealista se está forjando en mi interior; necesito explicarme la maldad, entenderla; necesito saber dónde están en mí el bien y el mal.

A los chicos los miro con distancia: son mi amigos, no los quiero como novios. Como novio me gustaría Iván Karamazov -o tendría un amor con su hermano Aliosha-; también pienso en Alejandro Magno, en Andréi Bolkonsky (y en Anatoli Kuraguin) de “Guerra y Paz”, y en otros personajes masculinos, históricos y literarios. Me encantaría conocer hombres así en mi día a día. A veces me enamoro de algún chico lejano con el que intercambiamos miradas e imagino que es un ser legendario. Ya me ha pasado conocer de cerca a algunos de estos chicos y cambiar mi enamoramiento por indiferencia.

Me gusta ir al teatro; me gusta pasear en bicicleta; me gusta imaginar la Edad Media. Y pienso en algunos de mis futuros posibles: mi estancia en Europa, cómo será la casa que habitaré cuando viva sola, el misterio de la carrera que elegiré para estudiar. La vida está abriéndose para mí como un libro nuevo. Estoy aprendiendo a leerla.


.

martes, 2 de junio de 2015

Los buenos autores

.

Boris tiene la manía de explicarme los autores.
-Este escritor es muy mental -me dice-, parece una máquina, un robot. Cuando lo lees descubres que en sus escritos no hay rastro de sentimiento. Cero por ciento de humor. Un pesado. No me gusta nada.

-No me cuentes cómo es – le digo. Y siento que estoy en un bucle, o viviendo por enésima vez el mismo déjà vu.

A mí me gusta descubrir la literatura por mí misma, desde mi interior. No necesito que ningún maestro se pasee a mi lado contándome, como si fuera boba, de qué manera debo entender lo que leo. Pero a él le da igual mi opinión (o mi queja). Insiste: - Te lo digo porque es infumable; no vale la pena leerlo-. Y quitándome el libro que tengo entre las manos, lo tira, con un gesto de desprecio, encima de la mesa de saldos. Horror. En esos momentos ardo en deseos de morderle el cuello,o de arañarlo, pero me contengo.

-Boris.
-¿Qué?
-¿Te has dado cuenta de que acabas de quitarme de las manos, un libro?
-¿Cuál? ¿El de K. G. Holmes? No, no me dí cuenta. Pero en el fondo te hice un gran favor.
-Mirá, sos un cara de culo -le digo (y no puedo evitar recurrir al idioma sudaca -que aprendí en el vientre de mi madre y durante mi niñez- para hablar de mis impresiones más íntimas). -Me tenés hasta los huevos- concluyo.

Él se queda mirándome asombrado, con cara de niño asustado. Conozco muy bien esa expresión desde hace años: es la que usa para ganarme las discusiones, o para hacerme sentir culpable.

-Cambiá esa cara, pelotudo: esta vez no funciona.

Y es verdad. Comienzo a caminar hacia el fondo de la enorme librería y paso de él. Lo dejo solo, abandonado. Estoy furiosa; la rabia me hace temblar. Me tiene harta: me hace sentir imbécil, inferior, tarada, y... yo qué sé. Me agota esta relación, pero no sé cómo salir de este círculo vicioso.

Llego hasta los estantes de poesía. Toco los lomos de colores, las letras preciosas. Le doy catorce segundos para que venga a mi lado: doce, once, diez, nueve, ocho... ya está tardando. Me giro: no lo veo. Con mi vista recorro el local; no está. No está. ¿Cómo? Se fue... ¡Será hijo de puta!

Taconeo la librería mirando por todos lados. Nada. Tengo ganas de llorar: me dejó sola, perdida entre un montón de malos autores. Poco a poco, esa antigua culpa mía, la de toda la vida, me va tomando por asalto. Me ocupa entera, hasta que no puedo más y decido llamarlo por teléfono. Marco su número y espero... En algún lugar de la librería suena un teléfono con el mismo tono que el de Boris. Qué coincidencia, pienso. El sonido se detiene justo al mismo tiempo en que él me contesta. ¡Será capullo!-pienso-, ¡está aquí, escondido! Me pregunta con displicencia:
-¿Qué quieres?
-¿Dónde estás?
-Me fui.

Camino con sigilo entre mesas, estantes, en dirección al sitio desde el que surgió la musiquita del móvil. Llego a una estantería baja: al otro lado, agachado, está él. Corto.

-No puedo creer lo que estoy viendo .

Me mira desde abajo con gesto impertérrito. Se pone de pie, se arregla el jersey.

-Boris, ¿no te parece que tenemos una relación muy extraña, por no decir, insana?

No me contesta. Se gira ofendido, me da la espalda. Elige un libro.

-Toma -me dice-. Te va a gustar. Éste sí que es bueno; no como la mierda de libro que llevas ahí.
-¡Ah, no! Ya está. Nos vemos otro día. No me jodas más. No me jodas más. Andá a hacerte ver: hacé algo contigo de una vez, pero no me comas la cabeza. No puedo más con esto. Así no, Boris, ¿no entendés?
-No -me dice con tranquilidad-. No entiendo. Te doy todo lo que sé, lo hago por amor y nada te conforma. Creo que tú también deberías mirarte alguna cosilla, ¿no?
-Boris, desde que te conocí que voy a un psicólogo.
-Pues no te funciona: todo sigue igual.

Y tiene razón. El muy imbécil tiene razón: todo sigue igual. No avanzo; solo doy vueltas en círculo.

-Tenés razón- le digo.
-Sí, lo sé- me dice él.

Y nos quedamos mirando como dos pendejos lectores; como dos niños que juegan; dos niños solos. Yo leo en su frente un cartel pintado con letras iridiscentes que me dice: TE AMO. Y él, con su aguda mirada de lector, descifra un mensaje críptico de mis ojos: YO TAMBIÉN.

Nos abrazamos. Caen libros desde mis manos, desde las suyas. Todos mezclados: los buenos y los malos autores, juntos, confundidos, formando un único poema enorme, mitad bueno, mitad malo. Nos besamos, nos acariciamos. A mí me toca llorar brevemente. Él, me consuela con palabras tiernas. Recogemos los libros: son muchos, y hermosos. Los pagamos. Nos los entregan en pulcras bolsas que huelen a librería (perfume orgásmico, para nosotros). Boris me coge por la cintura, me besa en el cuello; yo me río y le acaricio el pelo: es tan alto, tan guapo, tan maravilloso...

.

lunes, 4 de mayo de 2015

Heidi Sheppard, canalizadora: la historia de cómo fue

.

Por Antóon Bas




A la tarde de aquel día aciago comenzaron a darse las primeras manifestaciones de lo que luego se convertiría en un hecho sin precedentes que marcaría, sin lugar a dudas, un antes y un después en la vida de Heidi y Klumbert.

Esa tarde del 21 de abril de 1965, como siempre, la pareja tomaba su merienda en el salón (Klumbert calcula que sería alrededor de las 17:30h) cuando notaron un leve parpadeo en las luces encendidas de la habitación.
A pesar de estar en primavera, afuera, un violento vendaval azotaba las calles y, debido a la oscuridad que provocaba, fue necesario encender luces para poder servir el café o esparcir convenientemente la mermelada”, alega Heidi.

Cuando ambos notaron que las luces parpadeaban convinieron en que debía tratarse de un desajuste eléctrico debido a la tormenta, por lo que no dieron mayor importancia al tema y siguieron en sus quehaceres: Heidi ojeaba su revista “Lectoras”, y Klumbert leía la prensa de la tarde (“El Vanguardista”, sin ir más lejos), cuando de pronto escucharon una especie de aullido.

Al principio sonó como un gato chillando, pero pronto el sonido fue tomando fuerza y cambió el matiz: de gato pasó a lobo; después a risa espantosa, de esa que hiela la sangre y pone los vellos de punta”, recuerda Klumbert y, mientras nos lo cuenta, su voz tiembla y sus ademanes se vuelven tensos. Después de un breve silencio, en el que nos pareció que Klumbert se sumía en profundos pensamientos, tomó la palabra Heidi.

Entonces la luz se fue del todo y en la sala apareció una mujer. Vestía de blanco; llevaba el pelo largo, alborotado y una mirada anodina. Klumbert se incorporó maquinalmente y se puso a mi lado, como para protegerme, pero la mujer no se movió. Volvió a reír y, mientras lo hacía, una serie de movimientos compulsivos agitaban su cuerpo que, por momentos, parecía deshacerse. Después de reír y moverse frenéticamente, comenzó a jadear de una manera obscena (recuerdo que Klumbert me tapó los ojos, pero le quité la mano: quería ver qué sucedía); los jadeos fueron en aumento hasta llegar al paroxismo, usted me entiende...”, nos dijo la señora Heidi con cierta timidez.

A partir de ese momento, vimos cómo relajaba, cómo todo en ella, de alguna manera volvía a una calma...de ultratumba, sí, pero calma al fin”, concluye Heidi.

Klumbert nos ofreció café, encendió un cigarro y dijo:

Lo recuerdo como si hubiera pasado ayer: fue en ese momento en que se quedó mirándonos y comenzó a recitar en voz alta, con gran dificultad: cinco,
veinte, catorce, treinta y cinco, dieciocho, cuarenta y seis... Fue pronunciando la serie con calma, con mucho silencio entre una y otra cifra. Cuando terminó, repitió”, nos explica Klumbert, después de darle un sorbo a su café. “Yo estaba aterrado y asombrado, como comprenderá; pero Heidi, con esa práctica capacidad femenina había anotado todos los números en su libreta de hacer las listas de la compra. Recuerdo que tuvo dudas con la última cifra (supongo que a causa de la tensión, como comprenderá), así que le preguntó: -¿cuál es el último número, que no me acuerdo?-. Y la mujer, con naturalidad le dijo: -el cuarenta y seis-. Se había instalado entre ellas una especie de complicidad, como pude entender. Yo no dije nada: en estos casos siempre me callo”.

Al ser interrogada acerca de la presunta complicidad entre la aparición y ella, Heidi sonriendo nos dijo: “ Y sí, así fue. Inmediatamente entendí que estábamos ante una aparición de la Virgen Local y que venía a anunciarnos algo bueno para nosotros, no a traernos el mal. Eso creí. Después, en vista de los sucesos, cambié de opinión”.

Heidi no dudó en jugar la serie completa a la lotería; gracias a ella el matrimonio ganó lo que hoy en día serían alrededor de trescientos millones de euros.

Pero este momento milagroso Heidi lo vivió sola, ya que, a pesar de la inesperada abundancia obtenida, la mala suerte había comenzado a asaetear la vida de estos ejemplares ciudadanos.

Una vez hecho el anuncio numerológico, la Mujer de Blanco se disolvió en el éter. Volvió la luz. Apenas hubo desaparecido, Klumbert necesitó darle un sorbo a la botella de whisky que guardaban para las visitas, en el mueble bar. Succionó directamente de la misma, sin notar que en tres chupadas logró vaciar la mitad del contenido. Heidi lo contempló atónita pero convencida de que se trataba de una reacción normal, fruto del estrés padecido a causa de la Aparición. Lo ayudó a recostarse en el sofá mientras ella misma, muerta de miedo, recorrió la casa entera por ver si había gato encerrado. Cosa que no fue así...

Klumbert durmió cinco días seguidos. Heidi lo dejó tranquilo: avisó a su trabajo; arguyó ante el jefe de su marido que éste no podía apersonarse por hallarse indispuesto y jugó al número de lotería. Entonces sucedió lo imprevisto: mientras Klumbert dormía y Heidi velaba su sueño leyendo a su lado un nuevo ejemplar de “Lectoras”, volvió a irse la luz de la casa.

A mí se me pararon los pelos de la nuca -nos dijo-, porque supe enseguida que venía la Virgen, o la muerta, o la marciana, porque al final yo tenía mis dudas y no sabía muy bien lo que era aquello, aunque en un primer momento hubiera pensado (estaba convencida), de que se trataba de la Virgen Local. Pero no me quiero ir por las ramas. Intenté despertar a Klumbert porque me moría de miedo, pero él, nada, parecía en coma. Cerré los ojos, pero una voz horrible me dijo al oído: -Sé que estás despierta-.¡Casi me muero! La voz volvió a hablar: -Abre los ojos o te mato-. Los abrí y ví a un hombrecito azul, bajito, vestido de arriba a abajo de etiqueta. Parecía que iba a un baile, pero en azul. Me dijo: -Te vamos a hacer muchos regalos, pero tienes que mirar, sino te matamos a tí y a tu marido Klumbert-. Entonces, ante mi estupor, apareció la que yo creía era la Virgen Local (pero de virgen, nada, por lo que pasaré a relatarle), y practicaron sexo ante mí. Yo tenía que mirar, fíjese usted. Nunca ví nada igual: era increíble observar las posturas, la sabiduría erótica del Hombrecito Azul y de la Virgen Local. Fue una especie de experiencia religiosa, sobre todo al final, cuando los dos comenzaron a orar. Yo me arrodillé y los acompañé; en la oración, digo. Cuando todo terminó, la Virgen Local me dijo: -Coge la libreta y anota-. Y me dictó una nueva serie de números que, por supuesto, volví a jugar”.

Heidi jugó la serie y en esta ocasión ganaron alrededor de quinientos millones de euros. La fortuna estaba de su parte. Pero Klumbert seguía durmiendo...

Ganamos la lotería dos veces; pero Klumbert no se despertaba y yo no quería llevarlo al hospital. Sabía perfectamente que estaba bien; lo que pasaba era que esos dos degenerados querían que solo yo los mirara, vaya uno a saber por qué. A mí lo que más me gustaba era el final, cuando rezábamos; sentía mucha paz. A veces también cantábamos, canto gregoriano y otras canciones desconocidas para mí, aunque muy elevadas. No me dejaban salir mucho de la casa. Me mandaban mensajes en sueños o mientras estaba cocinando, o al lado del sofá mirando a Klumbert. Eran mensajes extraños: entre respetuosos y sádicos; enternecedores y amenazantes, también.

Y un día, bueno, me abdujeron. Klumbert dormía (durmió nueve meses), y eso... me abdujeron. Ahí supe que eran marcianos. Después de la abducción comencé a recibir, en casa, sobres con dinero. Venían sin remitente, a mi nombre. También me llegaban vestidos, electrodomésticos, sellos de coleccionista, monedas antiguas, joyas. Lo tengo todo ahí, guardado en un armario: una fortuna. Nunca más volvieron a molestarme”.

La pareja vive en la abundancia; pero las secuelas de esta historia terrible, son espeluznantes. Klumbert tiene recaídas de sueño. Pasa durmiendo nueve, de los doce meses del año. El resto, no puede pegar ojo. Han intentado todo tipo de curas, sin éxito.

Para Heidi, una casta ama de casa, la cosa ha sido más dura: se volvió canalizadora de mensajes intergalácticos. En contra de su voluntad, es un exitoso canal. Desde los confines del universo, llegan a ella todo tipo de mensajes. Mucha gente alertada por sus facultades paranormales (cuando a Heidi le sobreviene un ataque de canalización, entra en trance allí donde se encuentre y comienza a hablar en voz alta y a contar lo que le llega), le pide consulta para conocer su futuro; le mandan mails; peregrinan a su casa. Heidi Sheppard se ha convertido en un icono de la Nueva Era, con nueve Best Sellers de canalizaciones escritos por ella. La gente la adora.

Lo mejor de todo este embrollo es que he aprendido a canalizar el sueño de Klumbert y así, mientras él duerme, nos comunicamos. Nos contamos cosas, jugamos a las damas, comentamos la prensa. Klumbert me apoya mucho y me da maravillosos consejos, tanto dormido, como despierto. Jamás hago nada sin consultarle”.

Tengo fama, sí -dice Heidi-, pero yo no quiero esto. Si pudiera volvería atrás en el tiempo, disfrutaría más todo lo vivido; llegaría antes de que todo esto ocurriera, cuando Klumbert y yo éramos felices merendando a las 17:30h y leyendo la prensa. Si pudiera ir atrás en el tiempo, sabiendo lo que sé, todo sería distinto. Yo habría estado interiormente preparada, esperando, porque las cosas, aunque uno no lo quiera saber, se esperan, se presienten, se saben de lejos... Y cuando llegara aquel 21 de abril de 1965, sabría qué hacer ante el primer parpadeo de las luces de ese día: le pegaría, sin miedo alguno, una firme patada en el culo a la Virgen Local, y la mandaría a la mierda con todas mis fuerzas, sin piedad, tal y como ella merece”- concluye.



Desde Maryland, para Gaceta Amarilla, Antóon Bas.


.

martes, 21 de abril de 2015

Muy cerquita

.

Los poemas me caían desde el cielo
como flores
porque yo era leve
más que una libélula
y sabía vibrar 
con la respiración del mundo
y estaba cerca del Ser
(que era el mundo)
mucho más cerca de él
que ahora.

.